Salaces carnes, saladas aguas.
(FOTO: Tumbes, dic 2005, cuna de sal ígnea)
Era la niña que hacía torres de tazas
que derribaban, cegajosos, en jaque los ababoles.
Nunca pasó de edificios de diez u once,
pero los infantiles testigos no sabían contar,
o poseían sólo una decena de dedos trasovados,
de corroídas uñas por líquidos dientes.
Con la arena con que construyó luego los naipes,
que hábilmente dispuestos erigieron un atlántico castillo
desde donde terminó la ustión de las paredes,
rodeada por el mar y los tabarros gofos,
enzurizó desafiante a ambas -carne y agua-
y las retó a inventariar uno a uno los granos.
Aparecí entonces cual sicario,
investido de armígero traje,
cercenando una y otra vez las olas,
telones esgrimidos con inusitada fiereza,
cuyas últimas gotas me despulsaron repentinas,
aunque las de gracia en tazas fueron presas.
Enfrentó entonces ella al neptúnico
con distintas, sucesivas estrategias,
que jamás cansaron a la mórbida masa,
que atribulada en sofismas impune mecíase,
ludiendo incansable los pies de la,
para igualdad de condiciones, recién desnuda.
Hízole entonces el amor al mar,
por lustros, centurias, eones,
desviviendo su juventud, pubesciendo prematura.
Olvidáronse entonces del color sus cabellos,
y grafías diezmáronle la cara en grietas,
y en zubias deveníanle los ya añejos recovecos,
pero inexpugnable siguió el vaivén, los espasmos,
de la vieja carnaza, del aún más viejo rampante;
y condenó al ir y venir para siempre a las mareas,
adictas a un sexo morboso a la vista de todos nosotros,
cada vez que descalzos nos sorbe los pies.
Pazguato enfrenté trémulo acto seguido a los dropes,
que en océano se convirtieron para intimidarme,
los vientos los acompañaron en su intento,
mas demasiado alto quisieron sus olas sublimar
y en lunares mareas tranformáronse las suyas,
no suben, no bajan, no mojan,
cubiles no son de sirenas y escilas
sustento tampoco de gorgonas y pescadores;
de grises arcillas repleto el rostro,
los sepulté en las diez tazas bajo arena.
Volví entonces al mar deshidratado,
osé beber en la undécima y triunfal vasija,
las aguas amantes jadeando contra las rocas,
purulento rescoldo de tan inagotable pasión.
Y me supo a sal otrora dulce manjar,
que cabizbajo tragué con usgo y devoción.
Eran los jugos de la niña que hacía torres de tazas,
adobando el líquido que le sirvió de sudario y falo;
revolcándome en tan concupiscente brebaje,
salé incluso más aquellas apolilladas sábanas,
con un semen indómito ante nuestro encamado trío
y con dos lágrimas regurgitadas desde mis venas...
por la impía cardialgia que nos azotó -a todos, carne y agua-
desde las vaginas de tan salaz numen parido.
Aún se aparean en oleaje y remolinos,
aún mojo a veces mis pies.
(2006)