viernes, julio 21, 2006

El actor vanidoso




Siempre anheló emerger gigante desde aquellos toldos.
Jamás fue pruritoso pero se erigía, sin lugar a dudas, como el mejor actor de todos los tiempos. El actor vanidoso no sabía un ápice de actuación, ni conocía las veleidades de anfiteatros o cualidades del histrión. Cuando un día la casualidad lo llevó a las tablas mientras trapeaba baldosas incólume, supo de una nueva savia vital, de pie ante las cuencas inquisidoras.
Diez veces hubo de reemplazar al reumático protagonista original, diez mil ovaciones, millones diez de aplausos.
El actor vanidoso construía su petulante ego con rocas y montañas olímpicas como escombros para los cimientos, y observaba con desdén a los mortales que le aclamaban. La vanidad se convirtió en combustible de su genio, forjado medio de combinaciones esclarecía ruta hacia las buchacas, característica compuesta de apareo y de sentido. Su gloria rodeó más de una vez los vértices de esta esfera, al igual que su rostro maquillado ostentosamente aun interpretando a mendicantes o guerreros. Era un poderoso absoluto y absolutamente poderoso.
Y de entre sorpresas cognitivas, adelantos tiesos, una dolencia le llamó incontestable a su cuna envidiosa, y olvidado quedó el famoso bajo el mundo; los salones se llenaron de gente de pie sólo para retirarse antes y obviar la acinesis de su rostro en grandes lienzos. Inadvertido dio más giros alrededor del mundo, bisturíes y pabellones de por medio.
Cabe decir que no supuraba su desplante, las encías pervertidas. Maldijo la ausencia de registros de las cátedras vertidas, como sería para el pintor o el escribista desfibrar los papeles testamentos y fumar después la molienda del hijo concebido; fue dejar presentaciones sin bemoles audibles o virtuosismo de hiperentidad para la postrimería, para lo pobres que resultarían esos cuyo campo no advirtió tan magnífico traje. Logró ser otros dejando aislada la esencia, no existió muchas veces mientras deslumbraba siendo otros. Sí, siendo . En el teatro no había para los iluminados viajes y movimientos, no había para los dejos de serotonina, no había para la genialidad alevosa cántaros de goteo repetible, insípidos capturadores de ni un céntimo de la fortuna en seres creados, cada uno con arrugas jamás homenajeadas o plagiadas por la de otro individuo, ilusos bocetos de lo inefable. Efímeros pero irrepetibles.
Sólo en frágiles, perecibles bodegas, se almacenaba tergiversada la maestría.

Y regresó un día de esos, aún magnifiscente y enérgico, deseoso de posar para lentes ahora ampliamente pigmentados. Buscó entonces coliseos con butacas más almidonadas y escenarios esféricos. Nadie recordaba ya su cara apenas atisbada en tonalidades de grises, y desde abajo debió encaramarse para volver a su sitial enarbolado. Se vanagloriaba entonces tras aquellas cortinas que lo habían parido desde la nada cuando le invocaron a la tarima, prepotente y levemente adulado. Dejó el actor vanidoso su capa y joyas, y subió pavoneándose invencible con pasos retumbantes. La multitud, conocedora de su refulgente pasado, le esperaría inequívocamente erguida y expectante.
Sin embargo, cuando divisó la platea no encontró seguros elogios, eventual adoración, claqué de pies y manos. No había palmas, gritos, divinificación. Nadie había.
Apocado y opaco se encogió. Le aparecieron joroba y arrugas. Sin expresión musitó sus líneas intentando no desplomarse.
Era un ensayo y él primerizo en estas lides. Perdió, decadente, su talento de inmediato. Creyendo haberle confundido, lo sacaron con burlas y empujones cual pedradas. Lo trataron de embustero, de bufón, de otros apelativos algo más desafiantes.
Intentó mil veces, en diez mil tarimas, millones diez de zahúrdas.
Se quedó solo, humillado, incrédulo. Se convirtió en ermitaño. Guardó lúcidamente su dinero y riquezas y antes de morir vendió todos sus bienes, hasta el último espejo. Con estos medios mandó a construir un titánico mausoleo en forma de plató, empedrado en mármol, emperifollado con templadas piedras preciosas y oro blanco, muy alto.
Murió feliz dentro del templo mortuorio, contemplando a los pasantes admirados, revolcándose en su mentada genialidad.

Tiempo después se utilizó el panteón como lo que su aspecto representaba, y muchas obras vieron luz sobre su cripta. Llegó a ser el estrado más codiciado del orbe amparado en su lujo innecesario. Las graderías se multiplicaron mal habidas en busca de una perspectiva limpia hacia la función, las hordas arrasaban con las ruinas de las tumbas todavía erguidas, para limpiarse camino o para los dorsos respaldo utilizar las losas, también para un buen lugar, un ángulo expedito. La estridencia de las ovaciones se hizo insostenible ante un itinerario atiborrado de grandes piezas y de finales apoteósicos. Las décadas de opulencia se sucedieron una tras otra mientras una risa esquizoide dejaba oír cada vez menos a los intérpretes. Ellos subieron el volumen de sus parlamentos, la muchedumbre hacinada celebró más prendida los adagios. Pues que se elevó tanto el nivel del bullicio que algunos quedaron sordos y otros nunca pudieron dejar de gritar para lograr comunicarse, o desarrollaron muy posteriormente impensados modos de interacción inertes a la hegemonía del estrépito.

La risa era el festejo del actor vanidoso creyéndose venerado como leyenda. Tan estruendosa llegó a vibrar que desoló definitivamente las tribunas, torturándole de nuevo la alalia de los vientos.
Después de pretender reiteradamente revivir aquel tablado, los hombres cubrieron toda la estructura con grandes telones y doseles rojizos, provenientes de todos los hemiciclos y rectángulos existentes, prohibiéndose estrictamente el paso los habitantes entre ellos a través de las alambradas de terciopelo.
La treta carcelaria dio y sigue dando resultado.
El actor vanidoso todavía aprende diálogos y ademanes y aguarda abrirse paso entre esas telas colgantes, que piensa se volverá a recoger en cualquier momento para su triunfal regreso, para otra magistral ejecución, para una nueva lluvia de llanto y palmas. Para idolatrarlo.


(2004)